Cartas desde la esperanza
Si hay un elemento discordante y maldito hoy día es ese incomodo, tedioso y aburrido silencio. Es difícil encontrar espacios reservados de ruidos, música a toda pastilla, mensajes, anuncios, llamadas de móviles, imágenes, y reclamos mil.
Pero no hay nada más enriquecedor y constructor que el demoledor silencio.
Nada resalta más que el espacio en blanco; o el silencio entre notas que suspende momentáneamente la sinfonía. Nada hay más importante para construir el edificio que el espacio vacío. Imposible pensar en la expansión del universo si no es contra la nada.
Y por esa realidad que está sustentando todo lo demás con un delicado estar sin aparecer, quiero ofrecerte una reflexión que te ayude a comenzar este tiempo destinado a la conversión con un canto a la soledad y el silencio.
No quiero que sea contraponiéndolo a nada. Como si existir sólo estuviera necesariamente reservado a la oposición de contrarios. Hay más porque la realidad primigenia nace de un gran silencio orquestal. Y de eso, sustantivamente, estamos construidos, y lo contrario significa destruirnos.
El silencio es la sintonía sobre la que podemos ser, nuestra banda sonora más constante, lo que capitaliza toda nuestra atención. Huimos del silencio por miedo a encontrarnos con un perfecto desconocido que camina a nuestro lado. Pero es terco y recupera el paso tras cada esquina de ruido. El silencio brota de nuestro interior entre cada sístole y diástole. Potencia el pensamiento porque ayuda a su creación. Al mirar el cuadro, invade nuestro interior. Abre un espacio inmenso de felicidad cuando nos asomamos al precipicio de la vida y dibuja nubes de olvido sobre cielos rasos de eternidad.
El silencio está dentro y fuera. Es contemplación y consecución.
Entrar, por tanto, en esa dinámica, puede ayudarnos a caer en la cuenta de la imposibilidad y el miedo que nos da encontrarnos. Puede provocar miedo o risa, vértigo o pánico, aburrimiento o desazón. O todas esas cosas a la vez. Pero eso serán señales de que anda mal algo por ahí dentro de mí, cuando no tengo indicativos de distracción que enturbian mis capacidades. Y, sobre todo, la capacidad que me convierte en persona, la de aprender a sonar por mí mismo, y no por los sonidos prestados de otro. Acallar todas las cosas. Obligarlas a servirnos, desde nuestra voluntad absoluta de dominio, y ponerlas al servicio de nuestra construcción, enviándolas al descanso, para que descansemos. Al menos de forma temporal. Primer asalto.
Pero queda lo más difícil. Contemplar en y desde el silencio. Contemplar el silencio. Porque hemos descrito el umbral necesario, pero no suficiente. No sirve imponerse, con voluntad férrea, la soledad y el silencio si no es con el fin de alzarnos en el ser.
El silencio brota en la intimidad de las junturas del yo para que abramos nuestra realidad a las transcendencia, a lo Otro que está más allá. Y también a lo que anda más acá. Porque Dios no es un extraño ausente de nosotros, aunque sí un fundamento sustentante. Y el silencio es su tarjeta de presentación. Insistir en este acontecer puede ayudarnos a verter en el interior la esencia más pura, la que anida en la humanidad, y que es un don divino. Dios está en nuestras cosas, sin confundirse con ellas, y relata nuestra historia en mil presencias que sólo podemos percibir desde el silencio. Pero, más aún, soy mi contrario si no puedo permanecer junto a mí, sin ruidos, para reconocerme.
Naturalmente que no voy a ir al silencio cargado con todas esas pretensiones. Serían ruidos. Naturalmente que no debo instrumentalizar el silencio para que asomen todas estas cosas. Si las nombro es porque, tarde o temprano se van a producir. No nos desanimemos. Pero habrán de venir solas, acompañadas de soledad. Sin esperarlas en cada fracción de segundo que pase. Tardaran o no, no somos dueños de ese “destino”. Pero están ahí. No lo olvidemos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario